17 dic 2010

LA EDUCACIÓN, RESPONSABILIDAD DE TODOS

El último informe del Programa para la Evaluación Internacional de los Alumnos (PISA) ha vuelto a sacar los colores en materia educativa a España y en especial al Archipiélago canario. Los estudiantes canarios han obtenido en los ejercicios de lectura comprensiva una puntuación media de 448 frente a la media del Estado que se situó en los 481 puntos. Asimismo, los resultados en matemáticas y ciencias están claramente por debajo de la media tanto de la OCDE, en el caso de España, como de la media nacional, en el caso de Canarias.

Con estos datos nadie puede sentirse orgulloso y satisfecho con el sistema educativo y con sus resultados, a la vista está que dejan bastante que desear; pero tampoco caigamos en la demagogia de culpabilizar a la administración pública de todos los males de la educación. Evidentemente tiene su responsabilidad, que no es poca, pero hay otros factores mucho más profundos y de calado que se me antojan esenciales si queremos tener una educación que merezca la pena y de la que nos sintamos orgullosos.

Tanto la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) aprobada en 1990 como la LOE, Ley Orgánica de Educación, actualmente en vigor, han supuesto en algunos casos un avance en cuestiones pedagógicas, organizativas y participativas en el sistema educativo, pero también han traído consigo graves problemas: la burocratización hasta límites insospechados, la multifuncionalidad del profesorado (enseñante, psicólogo, pedagogo y demás), la indisciplina galopante en las aulas, cierta laxitud en la evaluación de los alumnos y la pérdida de prestigio profesional del profesorado, entre otros. Si tenemos en cuenta que la vida de un estudiante radica en un centro escolar y más concretamente en un aula, ninguna de las leyes ha sabido abordar el problema crucial de la interacción alumno-profesor. La permisividad se ha adueñado de las aulas ante la impotencia de los profesores de hacer valer una supuesta autoridad que no es respaldada ni por la administración ni por los propios padres.

Los malos resultados obtenidos en el informe se tornan más preocupantes si se adopta una postura de ocultamiento de la realidad por parte de la administración pública. El hecho más significativo en este sentido son las palabras de la Consejería de Educación del Gobierno de Canarias restando importancia al informe y relativizando sus conclusiones. Cierto es que el informe PISA no da una visión general de la educación en Canarias, pero evidencia una clara tendencia negativa y siendo pesimista, la realidad no sólo lo corrobora, sino que la profundiza. 

Todos los que están o hemos estado vinculados a la enseñanza sabemos de lo que hablamos cuando hacemos una descripción de lo que supone impartir docencia, el nivel de los alumnos, el grado de implicación de las familias para ayudar y no para entorpecer, la dificultad añadida de la falta de profesores debido a los recortes presupuestarios y un largo etcétera. Cuando escucho al viceconsejero de Educación y Universidades, Gonzalo Marrero, poner en cuestión los datos del informe PISA es para indignarse. Como es para indignarse cuando se escucha reiteradamente el mantra utilizado por la consejera de Educación, Milagros Luis Brito, de que la calidad en la educación canaria se mantendrá pese a los recortes. Quién se puede creer, salvo ella, que se puede mantener el mismo servicio con menos dinero y con menos personal. La multiplicación de los panes y los peces está bien en la Biblia, como milagro, pero que no vaya a aplicarlo a la educación canaria, aunque se llame “Milagros’. Asimismo, otro de los mantra de este gobierno en educación es que “los niños están atendidos”. Pero es que la escuela, los colegios no son guarderías para atender a los niños, sino centros de enseñanza donde transmitir conocimientos.

Mucho me temo que después de esta crisis los resultados de los alumnos en el Archipiélago se verán seriamente afectados y volveremos a oír por parte de los políticos justificaciones absurdas. 

Responsabilidad de todos

Ahora bien, pese a la responsabilidad de las administraciones públicas, el problema va más allá. La familia juega un papel fundamental y decisivo en la educación de los niños. Por mucho que se haga desde la administración para evitar el fracaso escolar o el absentismo, tanto los padres como la propia sociedad tienen su parte de responsabilidad. 

El planteamiento teórico de Berger y Luckman en su obra “La construcción social de la realidad”, ya nos habla de los conceptos de socialización primaria y socialización secundaria. La socialización primaria es la que tiene lugar en el ámbito familiar. Es la primera por la que pasa el niño y la más importante para consolidar la posterior socialización secundaria. El niño interioriza roles, actitudes significativas y construye su primer mundo. Se convierte en miembro de la sociedad. En la socialización secundaria se refuerza con niveles más elevados su pertenencia a la sociedad con la transmisión de nuevos conocimientos y reafirmación de valores. 

Sin embargo, en nuestras sociedades este planteamiento se ha trastocado y las familias han dejado de ejercer esa fase de socialización primaria delegándola en la escuela, sin posteriormente reafirmar los conocimientos y valores que allí se aportan. Si falla los pilares, no podemos esperar nada bueno en la construcción. 

La sociedad debe volver en su conjunto a valorar el esfuerzo, la disciplina, abandonar los prejuicios existentes en torno a estos conceptos, volver a la cultura del trabajo y del respeto, destacar la consecución de objetivos en relación a los medios utilizados para alcanzarlos y no sólo a su fin. Valorar, en definitiva, la educación, la importancia de estar formados, del conocimiento, del saber. Desde la familia hasta los medios de comunicación debe valorarse los logros educativos, valorar y respetar la docente, tener en cuenta su criterio y recuperar su prestigio social. Más difícil es que los medios de comunicación, responsables también de los valores que transmite a la sociedad por mucho que se quieran inhibir, deje de prestar atención a personajillos que alcanzan el éxito haciendo apología de lo superficial e inútil, de la ignorancia y de la incultura, de ensalzar, en definitiva, el contrasentido de la “cultura de la estupidez”.

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